Así que nosotros, los de la Obra Tercera, que es lo mismo que decir los de la Obra del Espíritu Santo, esperamos mejores cosas, que es la confirmación del Nuevo Pacto con mejores promesas. Porque aunque aquí, el Nuevo Pacto con mejores promesas reinó, porque más que la ley reinó la gracia. Digo reinó más por cuanto se extendió más.
Ahora nosotros, los hermanos de la Tercera Obra juntamente con los doce Apóstoles, ungidos de Dios, porque no olviden ustedes que en las predicaciones anteriores, hemos documentado bíblicamente que viene desde el Viejo Testamento y confirmándolo también el Nuevo, que son treinta y seis los hombres elegidos como base de la Obra. Así que las Obras son Tres, por lo tanto doce hombres representan cada Obra. Así es que por gracia de la Santa Trinidad, tenemos entre nosotros los dones de los doce Apóstoles con los nombres de Jacobo, Pedro, Juan, Felipe, Bartolomé, Tomás, Matías, Mateo, Andrés, Santiago, Lebeo y Simón.
Como les decía, esperamos mejores cosas, porque la sombra y el bosquejo van pasando y nos vamos aproximando al cumplimiento de todas las cosas, como quien ve cara a cara la gloria de Dios. Dejando, por lo tanto, la doctrina del comienzo como dice San Pablo, vamos hacia la perfección, preparando un Pueblo sabio y apercibido para el día del Señor. Porque los que han seguido estas predicaciones, saben que Elías, mensajero de Dios, tiene la misión de preparar un Pueblo sabio y apercibido, conforme dicen las Sagradas Escrituras. Porque, que Cristo murió en la cruz, lo sabemos todos; que la virgen María fue la Madre de Jesús, también lo sabemos todos.
Ahora, lo que conviene con la base del Trino de Amor, es que sigamos adelante hacia la perfección, tratando de unir las Tres Obras, entendiéndolas y armonizándolas.
Ahora que digo esto de entenderlas y armonizarlas, ¿me saben decir ustedes qué significado tienen los dos palos que Dios le dijo al profeta Ezequiel? Cap. 37, vr. 15, donde dice: “Y fué á mí palabra de Jehová, diciendo: Tú, hijo del hombre, tómate ahora un palo, y escribe en él: a Judá, y a los hijos de Israel sus compañeros. Toma después otro palo, y escribe en él: a José, palo de Ephraim, y a toda la casa de Israel, sus compañeros. Júntalos luego el uno con el otro, para que sean en uno, y serán uno en tu mano.”
Dice el profeta (vr. 24): “Y mi siervo David será rey sobre ellos, y a todos ellos será un pastor: y andarán en mis derechos, y mis ordenanzas guardarán, y las pondrán por obra.”
Así que sería bueno saber: cuáles son los dos palos y qué significan. También sería bueno interpretar el dicho que David será Rey sobre ellos. ¿Será aquél David que mató al gigante Goliat, o de quién habla el profeta?
Bueno, mientras ustedes estudian eso, nosotros seguiremos adelante tratando de penetrar los cielos con la guía y la gracia del Trino, como los cuatro Evangelistas: Mateo, Marcos, Lucas y Juan, que marcharon con el paralítico a cuestas, hasta que la gracia del Divino Maestro lo puso de pie. Así es que en esta marcha ascendente y triunfal, escalando el Monte de Sion, llegamos a descubrir la fortaleza y riquezas del Gran Rey, hace de cuenta que tomados de la mano con Juan el Teólogo cuando prisionero por la palabra de Jesucristo se encontraba en la isla de Patmos, les decía, hace de cuenta que con este gran Apóstol vamos llegando a la cumbre para ver y decir cosas maravillosas que ante, si es posible no se pudieron decir, y si no, veamos lo que dice San Pablo (2 Corintios, cap. 12, vr. 2):
“Conozco a un hombre en Cristo, que hace catorce años (si en el cuerpo, no lo sé; si fuera del cuerpo, no lo sé: Dios lo sabe) fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y conozco tal hombre, (si en el cuerpo, o fuera del cuerpo, no lo sé: Dios lo sabe), que fue arrebatado al paraíso, donde oyó palabras secretas que el hombre no puede decir.”
¿Me saben decir quién era el hombre que dice San Pablo? ¿Cuál es el tercer cielo? ¿Por qué oyó palabras que el hombre no puede decir? ¿Por qué dice si en el cuerpo, no lo sé, si en el Espíritu, no lo sé?
Mientras ustedes, los que les gustan estudiar estas cosas bíblicas tratan de desatar, como dijo Juan el Bautista (San Juan, cap. 1, vr. 27): “del cual yo no soy digno de desatar la correa del zapato.”
Y de paso, ¿por qué dijo Juan así? ¿Qué había en las ataduras de los zapatos de Nuestro Señor?
Sigamos, mientras, escalando el Monte de Sión como verdaderos soldados del Trino de Amor.
Como decía, siguiéndolo a Juan el Teólogo o como si fuésemos tomados de la mano por él, vemos que en el cap. 21 de Apocalipsis, vr. 2, le fue mostrada “la Santa Ciudad, Jerusalém nueva, que descendía del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa para su marido”, quiere decir ya todo pronto, listo, o sea, la Obra concluida.
Porque, díganme ustedes y razonemos: la nueva Jerusalém ¿quién la compone? ¿Los ladrillos, la cal, el cemento armado, el hormigón?
¿Qué es lo que Dios, Cristo, o el Mesías, o el Espíritu Santo vino a salvar? Cuando David quiso hacerle casa o templo a Dios ¿cómo fue la respuesta del Creador? (Hechos, cap. 7, vr. 49): “El cielo es mi trono, y la tierra es el estrado de mis pies. ¿Qué casa me edificaréis? dice el Señor; ¿O cuál es el lugar de mi reposo? ¿No hizo mi mano todas estas cosas?”
Por eso vemos que le agradó a Dios habitar en tiendas, si no veamos el Pueblo de Israel con el Tabernáculo de Dios y el campamento todo movible, marchando hacía la tierra prometida. Acaso que toda esa marcha, gloriosa y triunfal de Israel a través del desierto, acaso les digo a ustedes, ¿no fue una sombra y bosquejo de la marcha de Amor, de la Santa Trinidad y de los Tres Ilustres Pueblos que son: El Pueblo Israelita, el Pueblo Cristiano y el Pueblo de la Lengua, que es el Pueblo del Espíritu Santo?
Aclarando sobre la Nueva Jerusalém, la ciudad Eterna, que dice San Juan en Apocalipsis; no dejaré de citar a San Pablo cuando dice: ¿O no sabéis que el templo de Dios es vuestro corazón?
Entonces queda aclarado que el Trino de Amor no viene a salvar calles, ni hormigón, ni casas terrenas. Cristo no murió por nada de eso. Cristo vertió su sangre preciosa para darnos su Santo Reino. Cristo murió para hacernos inmortales, Cristo murió para hacernos dignos de aquella Santa Ciudad Eterna, que vio el Apóstol Juan.
Quiera Dios darnos gracia de poder entender este santo misterio de Dios, que ya llega a su fin, o mejor dicho, a la conclusión aquí en la tierra, para empezar una vida nueva en la casa de Dios, en los cielos.
Por eso, cuando le dijeron al Señor: “Señor, dile a mi hermano que parta conmigo la herencia. Les dijo: ¿Quién me puso por juez entre vosotros?”, dando a entender que su misión no era específicamente atender las cosas materiales de los hombres. Su misión era preparar las almas para que pudiesen entrar en el reino de Dios.
Por eso, cuando lo tentaron, diciendo (San Marcos, cap. 12, vr. 14): “Señor: ¿es lícito dar tributo a César, o no? Él contestó: Dad lo que es de César a César; y lo que es de Dios, a Dios.”
Quiere decir que es necesario respetar las leyes, los gobiernos, las autoridades y todos los que están en eminencia como dicen las Escrituras. Porque una cosa es lo terreno y otra, lo celeste. Y Dios ha apoyado del cielo toda Obra buena para garantizar su propia Obra, porque de lo contrario, el desorden, el desenfreno, la locura de los malos, hubiesen hecho intolerable la vida en este mundo.
Pero, a Dios gracias, la justicia del cielo ha protegido las buenas obras, las buenas intenciones, que muchos se han propuesto realizar. Y es lo lógico, lo justo, lo razonable, que haya entendimiento también entre los hombres, justicia y verdad. Porque solamente en esa forma, con esas verdades, se nos hace más fácil acercarnos a Dios.
Ahora bien, volvamos a la Nueva Jerusalém.
¿Quién compone la Nueva Jerusalém? ¿Los ladrillos, el material, o los hombres, mejor dicho, los vivientes? ¿Tiene Dios lástima de los ladrillos o de nosotros? ¿Por quién murió Cristo? ¿A quién vino a salvar? ¿Por qué dijo Cristo: no quedará piedra sobre piedra que no sea derribada? ¿Hasta dónde llegan esas palabras de Nuestro Señor? Entonces, ¿cuál es la Nueva Jerusalém?
Ahora, el ver descender del cielo la Nueva Jerusalém, como dicen los vrs. 2 y 3 del capítulo ya citado, no quiere decir que el reino es aquí, porque Dios le estaba mostrando a Juan una visión.
Además, el vr. 10 dice bien claro que uno de los siete ángeles lo llevó en espíritu a un grande y alto monte donde le mostró la grande ciudad Santa de Jerusalém, que descendía del Trono de Dios.
En el vr. anterior dice: “Ven acá, yo te mostraré la esposa, mujer del Cordero.” Y le muestra a Juan el Teólogo, la Nueva Jerusalém.
Así creo, hemos llegado, gracias a Dios, a comprender que la Nueva Jerusalém la formamos todos nosotros, o sea, todos los creyentes pertenecientes a la Obra del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. (Gloria a Dios).
Por esta Jerusalém Nueva, viviente, Dios hizo su Obra Triunfal y entregó a su Hijo Amado a la muerte y muerte de la cruz. (Gloria sea para siempre a la Santa Trinidad).
Por lo tanto, vemos ahora bien claro que Dios no es Dios de cosas muertas y de cosas que no tienen vida. Dios es Dios de vivos, como está escrito, y no de muertos. La Jerusalém Nueva se compone de los Tres Ilustres Pueblos que vivieron y existieron a través de los siglos. Por eso está escrito que al final habrá un rebaño y un Pastor.
Quiere decir, todo unificado, así como ellos son Tres Personas Divinas y un sólo Dios, así los Tres Pueblos con el mismo entendimiento. Así como en parábola habla de un rebaño, también simbólicamente el Pueblo de Dios, que forma su Santa Iglesia, simboliza la Esposa, mujer del Cordero. Porque estas cosas son sagradas y se han de examinar espiritualmente, y en ningún momento en forma terrena y carnal.
Así que Jerusalém Nueva está muy por encima de lo que fue la Jerusalém terrena, sombra y bosquejo de la Eterna. Digo muy por encima porque la Nueva Jerusalém que vió Juan, se compone de gentes todas que pasaron y pasarán a la inmortalidad, como dice San Pablo, gente que habita otro planeta, o sea, en el Reino de Dios, donde las cosas de este mundo no han sido ni la imagen misma de las cosas eternas, sino solamente sombra y bosquejo de lo porvenir.
Este es el hablar de los Santos Apóstoles y también el hablar de Dios.
Y si no, veamos: ¿por qué dijo a Moisés cuando le habló en la zarza: “Yo soy el Dios de Abraham, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob”? Si estos tres Patriarcas no estuviesen en Espíritu con Dios, ¿para qué Dios los nombra siempre como señal de que es un Dios de vivos y no de muertos?
¿Y Elías el Tisbita, no fue arrebatado al cielo en presencia de Eliseo, en aquel torbellino que formaba el Carro de Israel con sus caballos de fuego?
Y Henoch, que no vió la muerte, ¿porque lo llevó Dios?
Como está escrito (Génesis, cap. 5, vr. 24): “Caminó, pues, Henoch con Dios, y desapareció, porque le llevó Dios.”
Entonces convenimos que Dios nos habló de mejores cosas, de grandes cosas, escondidas desde los siglos.
(Romanos 11, vr. 33): “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios, e inescrutables sus caminos!”
Porque, ¿quién entendió la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio a Él primero para que le sea pagado?
Porque de Él y por Él y en Él son todas las cosas.
A Él sea gloria por siglos. Amén.